Samuel Morrison
Resumen ejecutivo del ensayo
El anglicanismo atraviesa una crisis profunda. Ya no se trata solo de diferencias de opinión, sino de una fractura espiritual y doctrinal que amenaza su identidad. En este breve manifiesto pastoral, se analiza la situación actual de la Comunón Anglicana, se proponen respuestas concretas y se llama a una renovación arraigada en la Escritura y la fe católica reformada.
Desde 2003, la Comunión Anglicana ha sufrido tensiones crecientes por decisiones que desafían la enseñanza bíblica, como la bendición de uniones del mismo sexo. Esto ha llevado a una ruptura práctica de la unidad eclesial. El trasfondo no es solo moral o institucional, sino teológico: ¿qué autoridad rige nuestra enseñanza y práctica? La Escritura o la cultura cambiante.
Ante esta crisis, se identifican cuatro tipos de respuesta:
- Acomodación a la cultura: modifica la doctrina para mantener relevancia social.
- Fuga hacia otras tradiciones: abandono del anglicanismo por frustración.
- Complacencia pasiva: ignorar el problema con la esperanza de que desaparezca.
- Renovación y reforma: permanecer fieles, resistir el error y reavivar la ortodoxia.
El ensayo defiende esta última opción, proponiendo cinco pasos concretos:
- Reafirmar la autoridad de la Escritura en predicación, formación pastoral y vida congregacional.
- Restaurar la claridad doctrinal mediante catequesis, conocimiento de los Artículos de Religión y fidelidad confesional.
- Revitalizar el culto y la oración, recuperando liturgias bíblicas centradas en el Evangelio.
- Reavivar la evangelización, reorientando energías hacia la misión y el discipulado.
- Fortalecer la comunión global, especialmente entre iglesias del Sur Global que se mantienen fieles a la verdad.
El llamado es claro: volver a la Biblia, a los fundamentos doctrinales, a la oración ferviente y a la misión. El futuro del anglicanismo no depende de estructuras humanas, sino de la fidelidad a Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Con humildad y esperanza, se nos invita a ser parte de un nuevo despertar anglicano que recupere su identidad, unidad y vitalidad.
Prólogo
La pregunta que da título a este ensayo, ¿Quo vadis, anglicanismo?, no es retórica ni académica. Es una interpelación urgente dirigida a una comunión que ha sido rica en herencia doctrinal, litúrgica y misionera, pero que hoy se ve desgarrada por tensiones que amenazan su identidad misma. En esta hora crítica, cuando muchos anglicanos fieles se sienten desorientados, traicionados o agotados, el presente texto ofrece una voz clara, firme y esperanzadora desde el corazón de la tradición reformada anglicana.
Este ensayo no busca polémica ni promueve cismas. Muy por el contrario, nace del anhelo de ver renovada la fidelidad de la Iglesia a la Palabra de Dios, y de llamar con humildad a una reforma que no es novedad, sino retorno. Retorno a las Escrituras como única regla infalible de fe; retorno a los Artículos de Religión, al Libro de Oración Común y a las Homilías como expresiones vivas de la fe católica reformada; retorno a la oración, a la sana doctrina y a la misión evangelizadora que alguna vez caracterizaron al anglicanismo bíblico.
Quienes lean estas páginas encontrarán un diagnóstico lúcido de la situación actual de la Comunión Anglicana, una tipología honesta de sus respuestas en conflicto, y lo más importante, una hoja de ruta concreta para la renovación eclesial. No se trata de un lamento ni de una idealización nostálgica, sino de un llamado pastoral a la fidelidad, sustentado en cinco propuestas que bien podrían marcar el comienzo de un nuevo despertar espiritual.
En un tiempo donde las voces confusas abundan y las convicciones flaquean, este ensayo recuerda con vigor las palabras del apóstol Judas: «luchar ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos». Que este ensayo sirva para alentar a obispos, presbíteros, diáconos y laicos a no rendirse ni acomodarse, sino a seguir confiando en el Señor Jesucristo, Cabeza viviente de su Iglesia, quien prometió estar con nosotros hasta el fin del mundo.
Introducción
«¿Quo vadis, anglicanismo?», ¿Hacia dónde te diriges, anglicanismo? Esta incisiva pregunta evoca la antigua historia del apóstol Pedro, quien, en un momento de crisis, preguntó al Señor: «Quo vadis, Domine?» Hoy, el anglicanismo global se encuentra en una encrucijada no menos crítica. En los últimos años, la Comunión Anglicana se ha tornado cada vez más fragmentada y confundida, lo que da lugar a una pregunta angustiante: anglicanismo, ¿adónde vas? Ha llegado la hora de una reflexión sobria y de un retorno a los fundamentos duraderos que alguna vez unieron nuestra tradición en la fe, la adoración y la misión.
El momento presente está marcado por una profunda agitación teológica y moral. Las discrepancias que durante décadas se mantuvieron latentes, en torno a la autoridad bíblica, la sexualidad humana y los límites de la diversidad doctrinal, han estallado. Como resultado, muchos anglicanos fieles se sienten desanimados y confundidos. Algunos se preguntan si el anglicanismo ha perdido por completo su anclaje teológico. Sin embargo, incluso en medio de esta turbulencia, una carga pastoral pesa sobre nuestros corazones: ¿cómo debemos responder, como anglicanos reformados y evangélicos? La respuesta es clara: con humildad y esperanza, este ensayo propone un camino a seguir, uno que nos recentre en las Escrituras, reavive nuestra doctrina e himnología histórica, y renueve nuestro celo evangelístico por el bien del Reino de Cristo.
La fragmentación actual de la Comunión Anglicana
No es ningún secreto que la Comunión Anglicana a nivel mundial se encuentra profundamente fracturada. Lo que alguna vez fue considerado una familia de iglesias «en comunión» con la sede de Canterbury, hoy está desgarrada por una polarización doctrinal y relaciones rotas. En 2003 hubo una escisión sísmica cuando algunas provincias, notablemente The Episcopal Church (EE. UU.), avanzaron con innovaciones (como la consagración de un obispo en una relación homosexual activa) que otras consideraron contrarias a la enseñanza bíblica. Los intentos posteriores de disciplina o reconciliación como el Informe Windsor, un Pacto Anglicano y otros incontables diálogos fracasaron en restaurar la unidad. Por el contrario, las tensiones continuaron intensificándose en torno a la autoridad de las Escrituras y los límites de la ortodoxia.
Para 2023, estas disputas largamente incubadas llegaron a un punto de quiebre. La decisión de la Iglesia de Inglaterra de bendecir uniones del mismo sexo, con el apoyo tácito del arzobispo de Canterbury, provocó una reacción sin precedentes en el Sur Global. La mayoría de los anglicanos del mundo, a través de organismos como GAFCON (Conferencia del Futuro Anglicano Global) y la Fraternidad de Iglesias Anglicanas del Sur Global (GSFA), rechazaron públicamente el liderazgo del arzobispo de Canterbury. Declararon que ya no podían reconocer su autoridad moral y doctrinal, ya que el histórico «Instrumento de Comunión» se había apartado de la fe bíblica. En la práctica, el tejido de la Comunión ha sido desgarrado: donde antes hablábamos de una sola familia anglicana, ahora vemos alineamientos paralelos de provincias, un grupo aferrado a la enseñanza histórica, y otro que abraza un giro progresista.
Esta fragmentación no es meramente institucional o política. En su raíz yace una crisis espiritual. La Comunión Anglicana ha luchado por responder una pregunta fundamental: ¿Cuál es nuestra base autorizada para la enseñanza y la práctica? ¿Es la Palabra revelada de Dios en las Sagradas Escrituras, como insisten nuestros formularios, o son las normas cambiantes de la cultura y la razón al margen de la Escritura? En esta pregunta, el anglicanismo se sostiene o cae. Las divisiones que presenciamos, tales como obispos en comunión deteriorada, conferencias y redes enfrentadas, se remontan todas a este punto: ¿creemos verdaderamente que la Biblia es la «Palabra de Dios escrita» y nuestra autoridad suprema, o hemos caído en el error de que «cada uno hace lo que bien le parece»? La difícil situación actual de la Comunión revela con dolor que no podemos caminar juntos si no estamos de acuerdo en la verdad fundamental de la Palabra de Dios.
Y sin embargo, incluso en esta hora oscura, hay semillas de esperanza. La crisis ha llevado a muchos anglicanos a reexaminar nuestras raíces. En todo el mundo, se alzan voces que llaman a la Iglesia a volver a un anglicanismo con principios, arraigado en las Escrituras y el Evangelio. A ese llamado de esperanza nos dirigimos ahora, luego de considerar cómo han respondido distintos sectores ante la crisis. En efecto, la forma en que los anglicanos respondan a la pregunta «¿Quo vadis?» determinará el futuro de nuestro testimonio.
Cuatro respuestas ante la crisis
No todos los anglicanos han reaccionado de la misma manera frente a la crisis actual. En términos generales, se pueden identificar cuatro respuestas distintas dentro del mundo anglicano:
1. Acomodación a la cultura: En primer lugar, algunos han optado por abrazar el espíritu de la época. Estos anglicanos sostienen que la Iglesia debe actualizar su enseñanza para mantenerse relevante y compasiva. Por ello, han apoyado las revisiones teológicas en torno al matrimonio, la sexualidad y otras materias, incluso cuando estas se alejan de la doctrina cristiana histórica. Esta respuesta liberal afirma promover la inclusión y valora los aportes de la modernidad. Sin embargo, al acomodarse a la cultura, se corre el serio riesgo de renunciar a la enseñanza clara de las Escrituras. Quienes siguen este camino suelen minimizar o reinterpretar la autoridad bíblica, tratando la Biblia como una voz descontextualizada y anticuada, en lugar de como la Palabra viva y eficaz de Dios. El resultado es una versión del anglicanismo que tal vez agrade a la sociedad secular, pero que pierde su salinidad: su distintivo testimonio del Evangelio.
2. Fuga hacia otras tradiciones: Una segunda respuesta ha sido abandonar el anglicanismo por completo. Desanimados por las luchas internas de la Comunión o por su deriva doctrinal, algunos clérigos y laicos se han sentido impulsados a buscar refugio espiritual en otro lugar. En años recientes, ha habido notables conversiones de anglicanos al catolicismo romano o a la ortodoxia oriental, tradiciones percibidas como más estables y con mayor autoridad doctrinal. Otros han abandonado toda afiliación eclesial, convencidos de que el experimento anglicano está irremediablemente roto. Esta respuesta reconoce la crisis, pero concluye que el barco anglicano se está hundiendo y hay que abandonarlo. Aunque debemos comprender a quienes, por conciencia, deciden partir, esta fuga representa también una pérdida trágica: la de anglicanos fieles que podrían haber contribuido a una renovación, y plantea la pregunta: ¿es el cisma o el éxodo la única salida, o aún es posible una esperanza de renovación desde dentro?
3. Negación o complacencia: Una tercera respuesta ha sido la inacción: no hacer nada sustancial. En ciertos sectores de la Comunión (y también en algunas parroquias locales) predomina una apatía silenciosa: una esperanza de que, si simplemente seguimos adelante como si nada pasara, la crisis se resolverá sola. Algunos obispos y diócesis, incómodos con los extremos, han hecho llamados al «desacuerdo constructivo» o a la paciencia, optando por seguir a la deriva. Otros minimizan la importancia de la doctrina por completo, enfocándose únicamente en la vida parroquial o en la acción social, e ignorando la fractura eclesial más amplia. Esta actitud de negación o complacencia suele nacer del agotamiento o del deseo de evitar el conflicto. Sin embargo, evitar el problema también es una decisión: una que, en última instancia, permite que la deriva continúe. Sin una postura firme a favor de la verdad bíblica, este enfoque pasivo contribuye inadvertidamente al alejamiento del anglicanismo respecto de sus fundamentos confesionales. A estas personas, bien se les puede desafiar con el dicho «navega, no te dejes llevar por la corriente».
4. Renovación y reforma: Finalmente, existe una respuesta fiel: resistencia acompañada de esperanza. Muchos anglicanos evangélicos reformados (y otros anglicanos ortodoxos de diversas corrientes eclesiásticas) han decidido permanecer y luchar por el alma del anglicanismo. En lugar de conformarse con enseñanzas erradas o abandonar la tradición, se han unido para sostener la doctrina clásica anglicana y la misión evangélica de la Iglesia. Esta respuesta se evidencia en el crecimiento de movimientos y coaliciones reformadoras: las conferencias de GAFCON, nuevas Provincias como ACNA o la Iglesia Anglicana en Brasil, diócesis misioneras ortodoxas en países con Nueva Zelanda, Australia, incluso en Inglaterra, y redes como la Anglican Network in Europe, por ejemplo. Quienes siguen este camino conocen bien los fracasos del anglicanismo, pero se niegan a permitir que su herencia bíblica sea arrasada sin presentar resistencia. Arraigados en la oración y la Escritura, llaman a la Iglesia al arrepentimiento y al retorno a «la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Judas 3). Están convencidos de que el anglicanismo auténtico es la Iglesia de la Biblia, de los Artículos y del Libro de Oración Común; y que solo volviendo a estas fuentes puede el anglicanismo ser renovado.
Entre estas cuatro respuestas, no será sorpresa que este ensayo defienda la cuarta. El camino hacia adelante no es ni claudicar ante el error ni abandonar la comunión, sino la reforma y el avivamiento. Con ese fin, hacemos un llamado sincero a volver a las Escrituras y a las fuentes doctrinales ricas de nuestra herencia anglicana. Al hacerlo, creemos que el anglicanismo puede redescubrir su identidad y unidad, y avanzar desde la fragmentación hacia la fidelidad.
Volver a la Escritura y a nuestros fundamentos doctrinales
El anglicanismo siempre ha afirmado ser una Iglesia de la Palabra de Dios. El Artículo VI de los Treinta y Nueve Artículos declara con claridad que «la Escritura Santa contiene todas las cosas necesarias para la salvación», afirmando así la suficiencia y supremacía de la Escritura para la doctrina cristiana. Toda esperanza de renovación, por tanto, debe comenzar con un retorno a la Escritura. Necesitamos volver a escuchar y obedecer la Palabra de Dios como nuestra máxima autoridad. Esto implica leer la Biblia con humildad y reverencia en nuestra vida diaria personal y en nuestras congregaciones, predicarla con fidelidad desde el púlpito y acatarla con integridad en nuestros sínodos y concilios. Toda doctrina, liturgia y disciplina eclesial deben ser examinadas a la luz de la Escritura. Allí donde nos hayamos desviado, debemos estar dispuestos a ser corregidos por la voz clara de la Palabra. Como nos recuerda San Pablo: «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia» (2 Timoteo 3:16, NBLA). ¿Realmente creemos esto? Si así es, nuestras decisiones y convicciones morales deben reflejar esa verdad, incluso cuando contradigan las principales corrientes culturales del momento. No somos los primeros en enfrentar el desafío de volver a la Escritura en tiempos de confusión doctrinal. La historia de la Iglesia nos ofrece ejemplos luminosos de fidelidad.
Es bueno hacer un alto en nuestro análisis y estudiar el pasado para ver cómo otras personas enfrentaron desafíos parecidos al nuestro. Uno de esos ejemplos notables es Thomas Cranmer, el primer arzobispo reformado de Canterbury, quien, en pleno siglo XVI, comprendió que la renovación de la Iglesia debía comenzar por la Palabra de Dios. Como bien expone Peter Adam,[1] Cranmer hizo un enorme esfuerzo por evangelizar a toda la nación inglesa mediante la lectura pública y constante de la Biblia. No se conformó con traducirla: la integró cuidadosamente en la liturgia, la predicación, las oraciones y el calendario devocional del Libro de Oración Común, de modo que cada persona, desde el campesino hasta el rey, pudiera oír y meditar las Escrituras, empapándose de su mensaje. Esta estrategia transformó no solo la Iglesia, sino también la cultura. Su ejemplo nos desafía hoy: no hay reforma duradera sin una Iglesia empapada de la Palabra, que la lea, la proclame y la ore día tras día. A diferencia de Cranmer, nuestro desafío no es evangelizar una nación, sino evangelizar una Iglesia: volver a impregnarla de la Palabra de Dios. El principio que inspiró a Cranmer es plenamente aplicable a nuestra situación.
Este retorno a la Escritura debe ir de la mano con la recuperación de nuestros fundamentos doctrinales históricos. El anglicanismo ha sido bendecido con formularios ricos y profundamente enraizados: los credos y concilios de la Iglesia primitiva, los Treinta y Nueve Artículos de Religión, el Libro de Oración Común de 1662 con su Ordinal, y las Homilías, que en conjunto articulan la fe católica reformada de nuestra tradición. En otros tiempos, estos documentos no eran vistos como piezas de museo, sino como fuentes vivas que preservaban la fe y el culto de la Iglesia. Hoy necesitamos redescubrir estos tesoros. Una nueva generación de anglicanos, especialmente en el Sur Global, ya está reencontrándose con la profundidad teológica de los Artículos y la claridad evangélica del Libro de Oración. Deberíamos alentar tanto a clérigos como a laicos a estudiarlos, no como un ejercicio de arqueología eclesial, sino como una manera de reconectarse con la auténtica teología anglicana. En ellos se hallan verdades fundamentales: la supremacía de la Escritura, la justificación por la fe, la centralidad de la obra expiatoria de Cristo, la necesidad de la gracia, la urgencia de la evangelización y el uso reverente de los sacramentos y la liturgia.
Volver a nuestras fuentes también implica revitalizar nuestra vida litúrgica. El Libro de Oración Común y su legado en los diversos libros de oración de nuestras provincias no ofrecen solo formas rituales; transmiten una teología bíblica y una espiritualidad arraigada en la Palabra. Cuando oramos: «Todopoderoso Dios, para quien todos los corazones están manifiestos, todos los deseos conocidos, y ningún secreto se haya encubierto …» o confesamos que «no hay salud en nosotros»,[2] somos formados en humildad, arrepentimiento y fe. Cuando escuchamos las palabras de consuelo después de la confesión, o decimos juntos los credos, somos instruidos en la verdad. Una Iglesia que pierde contacto con su liturgia pierde también un vehículo vital de doctrina. Por ello, recuperar un culto reverente, saturado de Escritura y centrado en el Evangelio es parte inseparable de volver a nuestros fundamentos. Esto no implica que todas las provincias deban usar literalmente la liturgia de 1662, pero sí que nuestras liturgias modernas deben reflejar su teología y cadencia, en lugar de imitar la cultura secular o una espiritualidad difusa.
Al llamar a un retorno a la Escritura y a la doctrina, no estamos desechando ni la razón ni la tradición en su justo lugar. La tríada clásica del anglicanismo: Escritura, tradición y razón, siempre ha otorgado primacía a la Palabra, con la tradición y la razón como siervas que iluminan (pero no sustituyen) la voz de Dios. Como afirmó con claridad Richard Hooker: «A lo que la Escritura declara claramente, le corresponde en primer lugar tanto el crédito como la obediencia; y en segundo lugar, aquello que cualquier persona pueda necesariamente concluir por la fuerza de la razón».[3] Un anglicanismo renovado honrará la sabiduría de la Iglesia a lo largo de los siglos y hará uso de la razón que Dios nos ha dado, pero siempre bajo la autoridad suprema de la Escritura. En última instancia, este retorno es una renovación espiritual. Es un llamado al arrepentimiento. O sea, a reconocer dónde hemos elevado ideas humanas por encima de la verdad de Dios y un llamado a un testimonio fiel. Si reconstruimos sobre la roca firme de la Palabra y sobre los cimientos doctrinales que el anglicanismo histórico nos ofrece, los vientos y corrientes de la falsa enseñanza no podrán derribarnos. Más bien, por la gracia de Dios, nuestra amada tradición anglicana podrá mantenerse firme y volver a brillar con claridad.
Cinco propuestas concretas para la renovación
Comprender estos principios es una cosa; llevarlos a la práctica es otra. Para pasar de la aspiración a la acción, propongo cinco pasos concretos que los anglicanos tanto a nivel de parroquias locales como de diócesis y provincias pueden adoptar para ayudar a renovar nuestra Comunión conforme a la Escritura y a nuestra herencia evangélica reformada:
1. Reafirmar la autoridad de la Escritura en la enseñanza y en la vida. Cada persona, parroquia, diócesis y provincia debería comprometerse públicamente a reconocer la Biblia como la palabra final en todo asunto de fe y conducta.[4] Esto debe reflejarse, en primer lugar, en la proclamación regular de la Palabra y en la exposición bíblica en los cultos. También en la exigencia de una formación exegética sólida para el clero, y en el estímulo constante a la lectura diaria, memorización y meditación de la Escritura entre los miembros de la congregación. Además, los concilios eclesiásticos y sínodos deben examinar toda decisión doctrinal o ética a la luz del claro testimonio bíblico. En términos prácticos, podríamos adoptar una declaración orientadora como la Declaración de Jerusalén (2008), que comienza afirmando que las Escrituras son la Palabra escrita de Dios y contienen todo lo necesario para la salvación. Una postura así habla con fuerza a un mundo que muchas veces acusa a la Iglesia de carecer de una voz coherente. Les dice a nuestras comunidades y a la sociedad en general que nuestra conciencia está cautiva a la Palabra de Dios. Y crea un marco de responsabilidad: si un líder o maestro contradice la Escritura, la comunidad eclesial tiene el mandato, y las herramientas, para corregirlo o, si es necesario, removerlo, pues nadie está por encima de la Palabra de Dios.
2. Restaurar la claridad doctrinal y la catequesis. Una de las razones por las que se ha extendido la confusión es que muchos anglicanos hoy apenas conocen lo que su Iglesia cree. Debemos revitalizar la enseñanza sólida de las doctrinas fundamentales de la fe. Esto implica incorporar los Treinta y Nueve Artículos y los credos en la catequesis y en los cursos de membresía. Tanto los nuevos creyentes como los anglicanos de toda la vida deberían saber lo que los Artículos enseñan sobre el pecado original, la justificación, la Iglesia, los sacramentos, etc., y por qué todo eso importa.[5] Podría ser útil que en todas las provincias se exigiera a los candidatos al ministerio suscribir los Artículos sin reservas mentales (como se hacía antiguamente) para asegurarse que el clero enseñe dentro de los límites de la ortodoxia anglicana. También podríamos promover recursos accesibles (folletos, guías de estudio, cursos en línea) que expliquen los documentos fundacionales del anglicanismo a los miembros de las iglesias. Una Iglesia que sabe en qué cree estará mucho menos expuesta a «llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina» (Efesios 4:14). Y más allá del conocimiento intelectual, la catequesis debe cultivar el corazón y la práctica: formar creyentes que amen la verdad y puedan dar «razón de la esperanza que hay en ustedes. Pero háganlo con mansedumbre y reverencia» (1 Pedro 3:15).
3. Revitalizar el culto y la oración bíblicos. La reunión cristiana es el latido de nuestra vida común, y tanto expresa como moldea nuestra teología (Lex orandi, lex credendi).[6] Por ello, proponemos un retorno deliberado a una adoración enraizada en la Escritura y en la historia de la Iglesia. Esto podría incluir el uso habitual del Libro de Oración Común (ya sea en su forma clásica o en una versión contemporánea fiel) para los servicios dominicales, de modo que nuestra liturgia vuelva a comunicar con fuerza el arrepentimiento, la gracia y la fidelidad a la Palabra. Que las lecturas bíblicas (el leccionario) recuperen su lugar central, para que las congregaciones escuchen con regularidad todo el consejo de Dios, y no solo los pasajes favoritos del predicador o del grupo dominante en la comunidad. También nuestras oraciones e himnos deben ser evaluados: ¿están llenos del Evangelio y de sana doctrina, o son apenas frases agradables sin sustancia teológica? Además, debemos llamar a la Iglesia a una oración ferviente por renovación. Podrían establecerse días regulares de oración y ayuno en parroquias y diócesis, clamando a Dios para que sane nuestras divisiones y restaure nuestra fidelidad. Podemos revitalizar los antiguos cultos de oración de los miércoles o viernes, o formar nuevos grupos de intercesión centrados en las necesidades de la Comunión. En suma, un retorno a un culto vibrante, desafiante, saturado de Escritura y sostenido por la oración, nos mantendrá anclados en la presencia y el poder de Dios mientras buscamos renovación.
4. Priorizar la evangelización y el fervor misionero. Una consecuencia lamentable de nuestras crisis internas es que consumen energía que debería dirigirse hacia la misión. Es tiempo de reenfocarnos en la Gran Comisión. Cada persona y parroquia anglicana debería preguntarse: ¿Cómo estamos llevando el Evangelio de Jesucristo a quienes no le conocen? Nuestros antepasados anglicanos fueron evangelistas decididos, desde el párroco que fielmente predicaba a Cristo crucificado, hasta misioneros como William Carey, Henry Martyn o (especialmente significativo para un anglicano chileno) Allen Gardiner. Todos ellos llevaron las buenas nuevas a tierras lejanas a costa de enormes sacrificios personales. Necesitamos reavivar esa pasión. En la práctica, esto podría significar capacitar a los laicos para el evangelismo personal, plantar nuevas iglesias en comunidades donde no hay presencia anglicana, y reasignar recursos desde la burocracia hacia la obra evangelística. Las diócesis en Occidente también pueden asociarse con iglesias del Sur Global, donde la evangelización y la plantación de iglesias están floreciendo. En una época escéptica ante la religión institucional, nada mostrará con más fuerza la vitalidad del cristianismo anglicano que ver almas transformadas por Cristo mediante nuestro testimonio. Al salir a «hacer discípulos de todas las naciones… enseñándoles» (Mateo 28:19-20), quizás descubramos que el trabajo misionero conjunto también sana nuestras heridas internas, al dirigir nuestra mirada hacia quienes más necesitan la esperanza del Evangelio.
5. Fortalecer la comunión y la rendición de cuentas a nivel global. Finalmente, proponemos fortalecer intencionalmente los lazos de comunión entre los anglicanos ortodoxos de todo el mundo. La fragmentación actual, aunque dolorosa, también ofrece una oportunidad: los anglicanos fieles de distintas provincias están encontrándose y apoyándose mutuamente. Esto es evidente en movimientos como GAFCON y la Fraternidad del Sur Global (GSFA), donde líderes de diversos países se animan a permanecer firmes en la Palabra. De cara al futuro, deberíamos formalizar y profundizar estas redes. Esto podría incluir sínodos o conferencias regionales regulares entre diócesis ortodoxas, la creación de estructuras de apoyo y rendición de cuentas mutua (de modo que si el liderazgo de una provincia se desvía, otras puedan intervenir con amor y corregir esa desviación), y el compartir recursos ministeriales y educativos más allá de las fronteras. Por ejemplo, un seminario teológicamente sólido en un país podría ayudar a formar clérigos de otro lugar donde no existen tales instituciones. Porque sin pastores piadosos y bien formados, no habrá una Iglesia saludable. Además, esta comunión global nos recuerda que el anglicanismo no está definido por un solo contexto cultural (y ciertamente no solo por el Occidente poscristiano). El centro de gravedad de la Comunión se ha desplazado al Sur Global, donde los creyentes enfrentan pobreza, persecución y un crecimiento explosivo al mismo tiempo. Al permanecer unidos, «esforzándose por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.» (Efesios 4:3), los anglicanos ortodoxos pueden ofrecer al mundo una imagen poderosa de una Iglesia diversa en cultura, pero unida en verdad y amor.
Estas cinco propuestas son, sin duda, ambiciosas. Implementarlas requerirá la gracia de Dios, valentía y perseverancia. Sin embargo, son también profundamente prácticas y están al alcance si estamos dispuestos a actuar. No dependen de la aprobación de Canterbury ni de ninguna otra autoridad humana para comenzar: pueden iniciarse allí donde haya un grupo de creyentes comprometidos con ellas. De hecho, muchas de estas acciones ya han comenzado a germinar aquí y allá; nuestra tarea es multiplicarlas y coordinarlas en toda la Comunión. Poco a poco, iglesia por iglesia, podemos construir un futuro anglicano más fiel que su pasado reciente.
Conclusión pastoral
Como clérigo en la tradición anglicana reformada, me duele profundamente la situación de nuestra amada Comunión. Las heridas de la división son hondas, y muchos anglicanos fieles se sienten traicionados, desarraigados o agotados. A cada lector que comparte este sentimiento de pérdida, quiero decirle: cobra ánimo, no te entregues a la desesperanza. Dios no ha abandonado a su Iglesia. El Señor Jesús prometió: «edificaré Mi iglesia; y las puertas del Hadesno prevalecerán contra ella» (Mateo 16:18). Él sigue siendo la verdadera Cabeza de la Iglesia, y está purificando a su Esposa incluso por medio de las pruebas. Esta estación de crisis, por dolorosa que sea, puede ser precisamente el instrumento mediante el cual Dios refine al anglicanismo: separando la verdad del error y llamándonos a una fidelidad renovada.
En términos prácticos, un remanente anglicano fiel ya se está levantando por la gracia de Dios. Cada vez que obispos y laicos se reúnen a orar por el arrepentimiento de la Comunión; cada vez que una parroquia se compromete con más fuerza a enseñar la Palabra de Dios; cada vez que un joven anglicano llega a la fe en Cristo durante un campamento; cada vez que se oran con sinceridad las palabras clásicas del Libro de Oración Común: allí está renaciendo el futuro del anglicanismo. Se trata de un futuro no definido por el cisma institucional, sino por el avivamiento espiritual desde las bases. Tal vez aún no veamos con claridad qué forma estructural tomará la Comunión en los años venideros (¿Habrá dos comuniones paralelas? ¿Atenderá Canterbury al llamado al arrepentimiento?). Pero sí sabemos qué es lo que hará que cualquier cuerpo anglicano sea verdaderamente «anglicano» en el mejor sentido: fidelidad a la Escritura, sana doctrina, administración correcta de los sacramentos, y un corazón ardiente por alcanzar a los perdidos. Estas son realidades no negociables.
En la célebre Confesión general del Libro de Oración Común, pedimos a Dios «Restablece a los que se arrepienten».[7] Esa es nuestra oración hoy por el anglicanismo. Donde hay falsa enseñanza, Señor, restaura la verdad. Donde hay claudicación moral, restaura la santidad. Donde hay comunión rota, restaura la caridad y la unidad en la verdad. Y donde el fervor se ha enfriado, restaura en nosotros el fuego de tu Espíritu. Nos arrepentimos de nuestras fallas y suplicamos por tu misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, no nos cansemos ni nos volvamos cínicos. Al contrario, fijemos nuestra mirada en Jesús, el Autor y Consumador de nuestra fe. Él nos ha llamado no al éxito según los parámetros del mundo, sino a la fidelidad. Si sufrimos por la verdad, considerémoslo gozo al participar de los padecimientos de Cristo. Si trabajamos en la oscuridad, sepamos que nuestro trabajo en el Señor no es en vano. Y si luchamos por la reforma y el avivamiento, que sea por amor: amor a Dios, amor a su Iglesia y amor al mundo que necesita el Evangelio salvador de Cristo.
¿Quo vadis, anglicanismo? Por la gracia de Dios, que nuestra respuesta sea: de vuelta a la Biblia, de vuelta a los pies de Jesús y avanzando en la misión. Que vayamos a donde nuestro Señor nos conduzca, aunque sea doloroso y nos cueste. Porque no hay otro camino hacia la vida, la unidad y la verdad. Y mientras caminamos por ese camino, nos aferramos a la promesa de que nuestro Buen Pastor va con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo»[8]
Soli Deo Gloria.
Oración por el futuro del anglicanismo
Dios todopoderoso y eterno,
que edificas tu Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
siendo Jesucristo mismo la piedra angular:
Te rogamos por tu Iglesia anglicana en todo el mundo.
En medio de confusión, división y prueba,
suscita entre nosotros un espíritu de humildad, arrepentimiento y fidelidad.
Haz que volvamos con sincero corazón a tu Palabra santa,
a la doctrina fiel, a la oración ferviente y a la misión del Evangelio.
Guía a tus obispos, presbíteros y diáconos para que sean pastores conforme a tu corazón,
y concede a todos tus hijos el celo de anunciar a Cristo crucificado y resucitado.
Fortalece los lazos de comunión entre los que confiesan la verdad
y permite que, en tu misericordia, el anglicanismo recupere su claridad, su unidad y su vocación.
Todo esto te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor,
quien vive y reina contigo y con el Espíritu Santo,
un solo Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.
[1] Peter Adam, Thomas Cranmer: Using the Bible to Evangelize the Nation, Latimer Studies No. 69 (London: Latimer Trust, 2012).
[2] La primera cita se encuentra en el Orden para la administración de la Santa Cena, es la primera colecta del servicio. La segunda cita forma parta de la confesión general de la Oración Matutina. Ambas citas están tomadas del Libro de Oración Común de 1662.
[3] Richard Hooker, Of the Laws of Ecclesiastical Polity, Book V, Chapter 8, Section 2. The Folger Library Edition, ed. W. Speed Hill (Cambridge, MA: Belknap Press of Harvard University Press, 1977–1993), vol. 2, p. 39.
[4] Esto se ve reflejado de la siguiente forma en la Constitución de la Iglesia Anglicana de Chile: «Reconocemos y confesamos como Superior Autoridad a la Voluntad de Dios, expresada en las Santas Escrituras, siendo todas estas Santas Escrituras inspiradas por Dios». (Artículo II.1.)
[5] Reconociendo esta imperiosa necesidad, se están desarrollando dos catecismos en Chile. Uno clásico, construido según el modelo del catecismo del Libro de Oración Común, y otro basado en los Artículos de Religión. Se espera que estén disponibles a finales del año 2026.
[6] Una traducción libre sería «nuestra teología esta moldeada por la forma en que oramos».
[7] Confesión general de la Oración Matutina y Vespertina. Libro de Oración Común de 1662.
[8] «¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el findel mundo» (Mateo 28:20b, NBLA).